miércoles, 21 de septiembre de 2022

Examen en blanco






Al norte de Matamoros, casi en la línea que lo separa de Francisco I. Madero y San Pedro, se halla el ejido La Luz, Coahuila. Lo conozco bien porque vivo en un pueblo cercano y, además, porque en su secundaria, hoy llamada Blas Godínez Brito en honor al capitán de navío que peleó contra las invasiones norteamericanas y francesas, me inicié como profesor de base en el sistema público.

La institución llevaba meses sin un maestro titular de Español, por eso, al llegar, fui presentado de inmediato ante quienes serían mis estudiantes. No tardé mucho en descubrir el apoyo de las familias y el fuerte vínculo de respaldo y estimación que había entre la escuela y la comunidad. La comunidad certificaba, desde hacía años, la educación que recibían los muchachos en la escuela.

Sin embargo, en lugar de emplear estas condiciones al servicio de procesos transformadores, sobre todo porque fui formado bajo enfoques participativos desde muy pequeño y estudié en escuelas que abrazaban en sus prácticas las pedagogías activas, olvidé mi esencia y distorsioné el rumbo. Cedí ante el temor que asalta a la mayoría de los profesores noveles y aun a quienes llevan décadas en el magisterio: la posible indisciplina de los estudiantes. Y opté por el viejo camino tan penosamente transitado: el magistrocentrismo.

Eso sí, dominaba los temas, destilaba sapiencia y tenía siempre alguna respuesta para cualquier pregunta, incluso para las que no se formulaban. Habría seguido así de no ser por Rosaura, una muchachita de catorce años y aguda inteligencia cuya acción valiente y lúcida me cimbró hasta lo más profundo, a tal punto que marcó un antes y un después en mi carrera docente.

Rosaura vivía con su abuela, un ser generoso que le inculcaba los más nobles valores y el hábito por la lectura y el estudio. Nunca faltaba a clases, era puntual en extremo y se notaba en ella la pasión por el saber y el gusto por el aprendizaje. Tampoco pasaba desapercibida, por su elocuencia, por su capacidad de análisis y síntesis sorprendente. Me di cuenta que empleaba un método de recuperación de notas muy parecido al de Cornell, con mayor énfasis de su parte en las ideas y conclusiones personales.

Alguna vez le pregunté que dónde había aprendido esa forma de recuperar apuntes y me respondió que en un libro sobre técnicas de estudio que le había regalado su mamá Lupe, su abuela. Enseguida sacó de la mochila un voluminoso libro verde y me lo mostró. Permitió que lo hojeara y noté que tenía subrayados y anotaciones casi en la totalidad de su contenido. También había signos de interrogación y admiración.

-          Eso significa que no estoy de acuerdo con el autor. Quiere decir que tendré que buscar en otros lados para llegar a mis propias ideas y no repetir lo que otros dicen. Me gusta crear.

Y sí creaba. Le fascinaba dibujar y escribir narraciones extraordinarias. Pude leer un cuento maravilloso que había escrito el año anterior a mi llegada, en el que cuatro chavales construían la máquina de la historia nacional, una nave que viajaba en el tiempo y les llevaba a recorrer los momentos históricos más significativos de nuestro país, con el fin de platicar y convivir con sus protagonistas.

Los niños del cuento, sin embargo, no deseaban conocer a los personajes históricos de las estampitas, sino que preferían a la gente común, al obrero, al campesino, a las amas de casa, a los héroes anónimos y, en resumidas cuentas, a quienes no habían ocupado un lugar en las historias oficiales.  Aprendían, de esa manera, lo que no se enseñaba en la escuela.

Era también muy solidaria, sabía dar la mano. Una vez, después de atender algún asunto fuera del horario escolar, mientras me dirigía a mi domicilio, la vi sentada en unas bancas de la plaza del pueblo junto a algunos miembros de su grupo. Todos con cuaderno abierto en sus regazos, lápices y calculadoras. Rosaura, lo supe después, hacía de tutora académica por las tardes.

-          Nada nos cuesta ser serviciales, profe. Hay que compartir lo que sabemos. De eso se trata, ¿no?

Cabe precisar que mis conversaciones con Rosaura se daban solo en el contexto extraáulico. Porque en clase yo era el magíster dixit que, poseedor del monopolio del conocimiento, orgulloso por lo que entendía como “control de grupo”, no paraba de hablar. No había diálogo. Había verticalismo, en realidad. Y mucha incoherencia de mi parte, ya que hablaba de democracia y participación, pero, en los hechos, bajo el pretexto de guardar la disciplina, castraba la iniciativa de mis alumnos y promovía su inmovilidad.

Una vez llegué al aula y observé que Rosaura conversaba alegremente con un grupito de compañeras. Alcancé a escuchar que les decía ¡shhhhhh, ya, ya, shhhhhhhh, ahorita nos va a decir! Como era la primera hora del día, la primera clase, anoté en la parte superior del pizarrón la fecha correspondiente. Luego, al centro, con letras muy visibles, “nuevo tema”. Estaba relacionado con el teatro.

Escuché un ¡les dije! Oí cuchicheos. Volteé para ver qué pasaba y vi cómo algunos alumnos rumoraban entre sí, otros sonreían y algunos más, como Rosaura, hacían con sus puños cerrados la señal del triunfo. Alcé la voz y les llamé al orden. Volví al pizarrón y anoté las características esenciales del nuevo tema, los aprendizajes esperados y los criterios con que evaluaríamos el proceso que recién comenzaba.

-        -  ¿Alguno de ustedes ha ido a alguna función de teatro? – pregunté.

-          - Noooooo – respondieron todos al unísono.

-          - ¿Saben lo que es una obra de teatro? – pregunté nuevamente.

Y compartieron sus impresiones, sus ideas, lo que habían escuchado o visto por televisión o por el cine.

-          - Bien. Todas sus aportaciones son valiosas e interesantes. Ahora escriban en su cuaderno la siguiente definición.

Y les dicté una definición enciclopédica. En ella se enaltecía el rol comunitario de las obras teatrales, la manifestación de las emociones y el vínculo que une a los artistas con el público. Les compartí un relato corto del escritor Eduardo Galeano, La dignidad del arte, en que narra cómo un grupo de actores, ante un teatro prácticamente vacío, se entrega por completo y brinda una actuación memorable.

Un alumno me apoyó con la lectura en voz alta y, al terminar, noté en muchas miradas el brillo inconfundible de la emoción. Rosaura me lanzó una tímida sonrisa. Interpreté el hecho como un agradecimiento. Días después, al revisar libretas, vi que había escrito el nombre del autor a manera de tarea. Seguramente investigaría, o ya lo había investigado, quién era y qué había escrito.

Les pedí que anotaran en su cuaderno una frase que sintetizaba a la perfección, según yo, el contenido del texto. Una alumna levantó la mano para preguntarme si una historia de su cotidianidad podría presentarse a través de una obra de teatro. Le contesté que sí, pero que antes había que prepararse, conocer las técnicas, los lenguajes y contar con una buena planeación. Terminé mi respuesta y continué con la clase.

Más tarde, lo recuerdo bien, me encontré con Rosaura y sus amigas por los pasillos. Mientras se acercaban hacia mí murmuraban y se lanzaban tímidos codazos. Al fin Rosaura me extendió unas hojas de cuaderno y me pidió, con su amabilidad característica, que leyera un relato que habían escrito y le diera mi opinión sincera.

-          - ¿A poco entre las cuatro lo escribieron? – pregunté.

-          - Sí. A ver qué le parece.

Lo leí. Era muy bueno. Se llamaba El pueblo donde nadie sonreía, y trataba sobre un niño que aprendía el arte de la alegría con un retirado músico y humorista que se hallaba en el pueblo, porque deseaba hacer sonreír a sus papás, que, como todos los adultos, dejaban de sonreír a medida que pasaban los años. Aprendió el oficio y enseñó a otros niños, quienes, como él, también querían ver sonreír a sus padres.

-         -  ¿Leyó el texto, profe? ¿Qué le pareció? – me preguntaron Rosaura y sus amigas al día siguiente.

-          - Está muy bien logrado. El flujo narrativo es fabuloso, los juegos espacio temporales también y la atmósfera te atrapa desde el primer instante. Creo que aún pueden mejorar la eufonía. Luego vamos a ver estos temas con mayor detalle.

-          - Ah, pues muchas gracias, profe. Qué bueno que le gustó.

Y en verdad me había gustado. Tuve la certeza, incluso, que el relato era publicable, digno para ocupar un espacio en alguna antología de narrativa joven. El final, sobre todo, me había fascinado, pues los niños organizaron y montaron un espectáculo en que todas las artes expresivas tenían lugar y los papás y las mamás cantaban y saltaban y gritaban de júbilo. Ese día fue bautizado como el día de la alegría.

Les propuse a las alumnas que inscribiéramos su relato en el concurso de zona escolar que estaba próximo y se negaron. Me dijeron que tenían otra idea. Les respondí que respetaba su decisión, pero que lo pensaran bien, pues fácilmente, con algunos pulimentos de rigor, podría ganar un concurso de zona y hasta uno regional o estatal.

-          - ¿Pueden imaginarse que un texto escrito por ustedes gane un concurso estatal?

-          - No, profe – me respondió una de ellas -. Lo que nos gustaría es…

-          - Y a veces los premios son muy buenos.

-          - Puede ser, pero es que…

-          - Recuerdo la vez que regalaron laptops muy modernas.

-         -  Es que nosotras…

-    - Al cabo si requieren algún tipo de apoyo cuentan conmigo, y estoy seguro que también con los directivos.

-          - Cómo ve si mejor...

-         - Piénsenlo, y si cambian de opinión me dicen. Nos vemos más tarde en la clase. Recuerden que tenemos tarea.

-          - Sí. Investigar qué partes conforman una obra de teatro – respondieron en coro.

Los días posteriores transcurrieron de similar manera, con sordera y monólogos de mi parte. Llegaba al salón de clases y tapizaba el pizarrón con definiciones, conceptos y ejemplos diversos que daban muestra de mi dominio de la materia, y por ello creía ser un buen maestro. Y seguía escuchando el murmullo de las alumnas en torno a Rosaura. Y a ésta respondiéndoles "a mí también se me hace muy raro, ya se tardó mucho".

Y un día les hice el anuncio: habría examen bimestral la semana entrante. Tomaron la noticia con desagrado. Pero esto era más como una decepción cargada de impotencia, un malestar que se reflejaba en sus ojos, en los rostros enfadados y en las manos y en los brazos que batían el aire como cuando se quiere mandar muy lejos a alguien. Vi que Rosaura fruncía su boca y echaba el cuerpo hacia atrás en su asiento, como en busca de serenidad, luego a una compañera de al lado le dijo "no, pues esto ya valió”, y con visible molestia lanzó su pluma a la mochila.

Les exhorté a asumir su responsabilidad como educandos (en consejo técnico los directivos y docentes nos habíamos planteado la meta de elevar los niveles de aprovechamiento académico), y con malabarismos retóricos y elevando el volumen de mi voz llamé a la calma. Empero, su actitud para conmigo se volvió frígida, indiferente dentro y fuera del aula. Afuera, si acaso me saludaban, era de manera escueta, por básica cortesía. Incluso me rehuían.  Y en el salón de clases ni siquiera me miraban, echaban su vista a otro lado.

Y otra vez mi discurso: que sería una prueba sencilla y les proporcionaría una guía de estudio y hablaría con los directivos para que nos dieran más tiempo en dar contestación, quizás dos o tres horas y hasta les permitiría llevar alimentos y bebidas o contestar a libro abierto. Pero nada parecía entusiasmarlos, o al menos aminorar su expresión de enojo.

Elaboré, aun así, el instrumento. Veinticinco reactivos. Preguntas de opción múltiple, otras de respuesta abierta. Procuré que las lecturas incluidas fueran digeribles y disfrutables, con alta musicalidad en sus palabras. Al final, en la parte inferior de la hoja, les escribí una frase motivacional y les invité a revisar con atención sus respuestas cuantas veces fuera necesario.

Como parte de una vieja tradición en la escuela, de una regla no escrita relacionada con los exámenes, ningún maestro podría aplicar los suyos, sino que otro colega era el encargado de hacerlo. Así, un docente de Matemáticas aplicaba los de Geografía o de Física, y el de Física podía encargarse de los de Artes o Tecnología. De esta manera se imprimía cierto sello de objetividad en los resultados.

El día del examen de Español, solo con el fin de disipar dudas e inquietudes, pasé a visitar a los grupos que atendía. Cada uno me formuló dos o tres preguntas. Respondí. Me dirigí al salón en que se hallaban Rosaura y sus compañeros y, al contrario de lo que venía sucediendo, dijeron tener claridad respecto a lo que habrían de hacer y con cuánto tiempo contaban para ello.

Me fui seguro, confiado en que alcanzarían, como era costumbre, según me habían informado, los más elevados puntajes y el más alto nivel de aprovechamiento académico en la escuela. Horas más tarde, no obstante, mientras impartía clase a un grupo de primer grado, fui interrumpido por una prefecta.

-        -  Profesor, lo llaman en las oficinas de dirección.

-        -  ¿Sabe para qué me requieren?

-        -  La verdad, no. Pero me dijeron que era urgente. Vaya, yo aquí le cuido al grupo.

Y me encaminé hacia las oficinas de dirección. Al llegar, uno de los directivos me entregó mis paquetes de exámenes.

-    - Pasó algo muy extraño, profesor, y es necesario que lo revise bien. El maestro que aplicó los exámenes al grupo de Rosaura me dijo que algunos alumnos no contestaron. Dejaron su examen en blanco

-          - ¡¿No lo contestaron?! – pregunté con azoro y enojo.

-      - Eso mismo acabo de decir. Tal como lo escucha: no lo contestaron. Analice si fue porque no entendieron bien las instrucciones, si no explicó bien los temas o si lo que usted pretendía evaluar no fue visto en la clase. Revise bien y, de ser necesario, agendaremos otra fecha para la aplicación.

-       - Todos los temas fueron abordados en tiempo y forma. Además, el examen fue elaborado a conciencia – respondí en tono defensivo.

-          - Está bien, está bien. Revise y lo platicamos el lunes.

Era viernes. Faltaba poco para el término de la jornada. Yo ya tenía pensado ocupar mi fin de semana en la revisión de exámenes y en la asignación de calificaciones bimestrales.  Sin embargo, en mi mente tintineaba sin cesar lo que me había dicho el directivo en su oficina: Que algunos alumnos habían dejado su examen en blanco, que no lo habían contestado y así lo habían entregado. No dejaba de preguntarme, con angustia, qué había hecho mal yo, qué me había faltado explicar.

Sin duda me habían calado las palabras del directivo, sobre todo aquellas en que me pedía revisar si yo había explicado bien o había abordado los contenidos de manera eficaz. Creo que todo maestro novel quiere pisar fuerte en sus albores, quizás porque percibe la expectación que su llegada genera. Por eso quiere destacar, innovar, ser significativo para los alumnos. Me acongojaba no haberlo conseguido.

Más tarde, en mi casa, entre la quietud del silencio, tomé el paquete de exámenes con el fin de revisarlos. Me alegré al descubrir que el directivo y el profesor habían errado en su observación: Era falso que algunos alumnos no habían contestado. En realidad, se trataba solo de una persona:  Rosaura. Su examen había quedado arriba del resto y, puesto que era una estudiante con aptitudes sobresalientes, mis compañeros infirieron que, si ella no lo había respondido, otros compañeros tampoco.

Sentí alivio, pero también quedé confundido. Más aún porque el nombre de Rosaura aparecía escrito en la parte superior del examen, ella lo había escrito, como haría quien va a responderlo. Entonces, ¿por qué lo había dejado en blanco? Ya tendré oportunidad de preguntarle, pensé. Mientras tanto, tendría que continuar con la revisión y asignar calificaciones finales.

A medida que avanzaba descubría con entusiasmo que los resultados eran buenos, se cumplía con la meta institucional relacionada con el logro académico. Pero me seguía consternando el caso de Rosaura. ¿Cómo alguien con tanta capacidad no había podido responder un examen tan sencillo?  Argüí que quizás se había sentido mal. Me inquietaba, por otra parte, que el maestro aplicador no se hubiera percatado de que no respondía como el resto de sus compañeros.

El sueño y el cansancio me vencían, sobre todo porque las respuestas a preguntas abiertas implicaban suma concentración de mi parte. Por momentos pensaba en suspender mi labor y continuar al día siguiente, pero decidí continuar hasta el final. Recuerdo que me restaban como cinco exámenes cuando me encontré, traspapelada, una hoja de cuaderno cuyo contenido, escrito a mano, significó la ruptura, el antes y el después en mi carrera profesional. Comencé a leer las primeras líneas y perdí el sueño por completo.  Era una carta, que decía lo siguiente:

Profesor:

Nosotros, al igual que usted, nacimos y crecimos en cuna humilde. Aunque nuestros padres, en mi caso mi abuela, intentan darnos lo mejor, no siempre pueden. No siempre pueden llevarnos a eventos, a teatros, a musicales o a presentaciones de libros. Ya ve, de hecho, que aquí cerca ni casas de la cultura hay. A veces el dinero no alcanza más que para lo indispensable. Ya sabe, comer vestir, venir a la escuela y en contadas ocasiones para darnos un gustito personal. Los libros que me regala mi mamá Lupe a ella se los dio la dueña de una casa rica en que trabajó. Si no, ¡olvídese que yo pudiera tener un libro de esos!

Usted ha leído muchos libros, a leguas se ve. Pero, ¿por qué no aprende a leer, se lo digo con todo respeto, lo que a sus alumnos les gusta, lo que a sus alumnos les interesa, lo que sus alumnos sienten y quieren hacer? Todos en el grupo estábamos emocionadísimos porque pensábamos que haríamos una obra de teatro, que actuaríamos en un recinto de esos que usted conoce, o aquí en la escuela o en la plaza del pueblo. Ya ve que nos contó, no sé si por presunción o para motivarnos, que usted conoce recintos majestuosos de aquí y de otros lugares del país y que ha visto muchísimas obras de teatro popular. Y cuando nos contaba nosotros soñábamos con poder actuar. Hasta le sugerimos ideas y usted nunca nos escuchó, nos daba por nuestro lado y seguía en lo suyo. ¿Por qué no se daba cuenta que anhelábamos actuar, que era nuestro sueño, que era lo que más queríamos? ¿De veras no se daba cuenta?

Somos de tercer grado, estamos a nada de salir. Lo más seguro es que yo ya no estudie, otros compañeros tampoco, no hay con qué. Hubiera estado genial despedirnos como grupo con una obra de teatro. Hubiera sido inolvidable. En el grupo nadie ha ido a una función de teatro, se lo dijimos, ¿se acuerda? Y nadie ha actuado, eso menos. Pero ya ni llorar es bueno, ya ni modo.

Nomás sí me gustaría recomendarle que platique con sus futuros alumnos sobre sus sueños, sobre lo que les interesa en la vida y sobre lo que saben y están haciendo. ¿Le confieso algo? Los chavos sabemos hacer muchas cosas, no es cierto que somos puras hormonas desatadas y relajo, esos son cuentos de adultos inseguros, arrogantes y ciegos. Sabemos crear, sabemos inventar. ¿Por qué no nos permiten expresarnos de a de veras? Sentimos, estamos vivos. Por eso le sugiero que escuche a sus alumnos, platique con ellos y aprenda a leer lo que anhelan. Le juro que no se arrepentirá.

                        Muy respetuosamente: Rosaura…

Pd. Si me quiere reprobar no hay problema. Se lo digo en serio. Es que me parecía inconcebible responder un insignificante examen cuando todo estaba puesto en charola de plata para hacer algo de mucha mayor importancia en nuestras vidas. Fue la mejor manera que encontré para mostrar mi desacuerdo.

Al terminar de leer sentí los ojos aguados y una severa opresión en el pecho. Rosaura me había dado una de las más grandes lecciones de mi vida y, sin duda, la más grande cátedra sobre dignidad. Su carta fue un mazazo a mi soberbia e insensatez. Platiqué luego con ella y me compartió muchas de sus ideas en torno a la plena participación de los estudiantes.

De esa plática emanaron sendos procesos transformadores que hasta el día de hoy hemos impulsado en diversos espacios, como los círculos de lectura con estudiantes y sus familias, museos andantes, ferias del libro, diseño y coordinación de eventos comunicativos, ferias gastronómicas, ferias de la convivencia, diálogos con artistas, diálogos con activistas, producción y difusión de textos escritos y audiovisuales, Pequeñas Acciones Trasformadoras, viernes de cine, lecturas para llevar, entre tantos otros.

Años después, como parte de mi formación continua, quise aprender más sobre la participación genuina de los estudiantes, el fortalecimiento de los vínculos vitales, el aprendizaje situado y la evaluación y situaciones auténticas; para ello, me acerqué a educadores ilustres y leí a escritores e investigadores de alto kilataje intelectual que exaltaban el diálogo, la horizontalidad y las potencialidades de los estudiantes. 

Luego de numerosas horas de estudio y lectura, adopté una certeza que llevo siempre conmigo: Rosaura, una muchachita de catorce años, de una bella zona rural, es quien mejor me lo ha explicado.

Y gracias a ella recuperé la brújula.


Año nuevo

Qué aprendimos en el año