Al norte de Matamoros, casi en la línea que lo separa de Francisco I.
Madero y San Pedro, se halla el ejido La Luz, Coahuila. Lo conozco bien porque
vivo en un pueblo cercano y, además, porque en su secundaria, hoy llamada Blas
Godínez Brito en honor al capitán de navío que peleó contra las invasiones
norteamericanas y francesas, me inicié como profesor de base en el sistema
público.
La institución llevaba meses sin un maestro titular de Español, por eso,
al llegar, fui presentado de inmediato ante quienes serían mis estudiantes. No
tardé mucho en descubrir el apoyo de las familias y el fuerte vínculo de
respaldo y estimación que había entre la escuela y la comunidad. La comunidad
certificaba, desde hacía años, la educación que recibían los muchachos en la escuela.
Sin embargo, en lugar de emplear estas condiciones al servicio de
procesos transformadores, sobre todo porque fui formado bajo enfoques
participativos desde muy pequeño y estudié en escuelas que abrazaban en sus
prácticas las pedagogías activas, olvidé mi esencia y distorsioné el rumbo. Cedí
ante el temor que asalta a la mayoría de los profesores noveles y aun a quienes
llevan décadas en el magisterio: la posible indisciplina de los estudiantes. Y
opté por el viejo camino tan penosamente transitado: el magistrocentrismo.
Eso sí, dominaba los temas, destilaba sapiencia y tenía siempre alguna
respuesta para cualquier pregunta, incluso para las que no se formulaban.
Habría seguido así de no ser por Rosaura, una muchachita de catorce años y
aguda inteligencia cuya acción valiente y lúcida me cimbró hasta lo más
profundo, a tal punto que marcó un antes y un después en mi carrera docente.
Rosaura vivía con su abuela, un ser generoso que le inculcaba los más
nobles valores y el hábito por la lectura y el estudio. Nunca faltaba a clases,
era puntual en extremo y se notaba en ella la pasión por el saber y el gusto por
el aprendizaje. Tampoco pasaba desapercibida, por su elocuencia, por su
capacidad de análisis y síntesis sorprendente. Me di cuenta que empleaba un método
de recuperación de notas muy parecido al de Cornell, con mayor énfasis de su
parte en las ideas y conclusiones personales.
Alguna vez le pregunté que dónde había aprendido esa forma de recuperar
apuntes y me respondió que en un libro sobre técnicas de estudio que le había
regalado su mamá Lupe, su abuela. Enseguida sacó de la mochila un voluminoso
libro verde y me lo mostró. Permitió que lo hojeara y noté que tenía subrayados
y anotaciones casi en la totalidad de su contenido. También había signos de
interrogación y admiración.
-
Eso significa que no estoy de acuerdo con el
autor. Quiere decir que tendré que buscar en otros lados para llegar a mis
propias ideas y no repetir lo que otros dicen. Me gusta crear.
Y sí creaba. Le fascinaba dibujar y escribir narraciones extraordinarias.
Pude leer un cuento maravilloso que había escrito el año anterior a mi llegada,
en el que cuatro chavales construían la
máquina de la historia nacional, una nave que viajaba en el tiempo y les
llevaba a recorrer los momentos históricos más significativos de nuestro país,
con el fin de platicar y convivir con sus protagonistas.
Los niños del cuento, sin embargo, no deseaban conocer a los personajes
históricos de las estampitas, sino que preferían a la gente común, al obrero,
al campesino, a las amas de casa, a los héroes anónimos y, en resumidas
cuentas, a quienes no habían ocupado un lugar en las historias oficiales. Aprendían, de esa manera, lo que no se
enseñaba en la escuela.
Era también muy solidaria, sabía dar la mano. Una vez, después de atender
algún asunto fuera del horario escolar, mientras me dirigía a mi domicilio, la
vi sentada en unas bancas de la plaza del pueblo junto a algunos miembros de su
grupo. Todos con cuaderno abierto en sus regazos, lápices y calculadoras.
Rosaura, lo supe después, hacía de tutora académica por las tardes.
-
Nada nos cuesta ser serviciales, profe. Hay que
compartir lo que sabemos. De eso se trata, ¿no?
Cabe precisar que mis conversaciones con Rosaura se daban solo en el
contexto extraáulico. Porque en clase yo era el magíster dixit que,
poseedor del monopolio del conocimiento, orgulloso por lo que entendía como
“control de grupo”, no paraba de hablar. No había diálogo. Había verticalismo,
en realidad. Y mucha incoherencia de mi parte, ya que hablaba de democracia y
participación, pero, en los hechos, bajo el pretexto de guardar la disciplina,
castraba la iniciativa de mis alumnos y promovía su inmovilidad.
Una vez llegué al aula y observé que Rosaura conversaba alegremente con
un grupito de compañeras. Alcancé a escuchar que les decía ¡shhhhhh, ya, ya,
shhhhhhhh, ahorita nos va a decir! Como era la primera hora del día, la primera
clase, anoté en la parte superior del pizarrón la fecha correspondiente. Luego,
al centro, con letras muy visibles, “nuevo tema”. Estaba relacionado con el
teatro.
Escuché un ¡les dije! Oí cuchicheos. Volteé para ver qué pasaba y vi cómo
algunos alumnos rumoraban entre sí, otros sonreían y algunos más, como Rosaura,
hacían con sus puños cerrados la señal del triunfo. Alcé la voz y les llamé al
orden. Volví al pizarrón y anoté las características esenciales del nuevo tema,
los aprendizajes esperados y los criterios con que evaluaríamos el proceso que
recién comenzaba.
- - ¿Alguno de ustedes ha ido a alguna función de
teatro? – pregunté.
- - Noooooo – respondieron todos al unísono.
- - ¿Saben lo que es una obra de teatro? – pregunté
nuevamente.
Y compartieron sus impresiones, sus ideas, lo que habían escuchado o
visto por televisión o por el cine.
- - Bien. Todas sus aportaciones son valiosas e
interesantes. Ahora escriban en su cuaderno la siguiente definición.
Y les dicté una definición enciclopédica. En ella se enaltecía el rol
comunitario de las obras teatrales, la manifestación de las emociones y el
vínculo que une a los artistas con el público. Les compartí un relato corto del
escritor Eduardo Galeano, La dignidad del
arte, en que narra cómo un grupo de actores, ante un teatro prácticamente
vacío, se entrega por completo y brinda una actuación memorable.
Un alumno me apoyó con la lectura en voz alta y, al terminar, noté en
muchas miradas el brillo inconfundible de la emoción. Rosaura me lanzó una
tímida sonrisa. Interpreté el hecho como un agradecimiento. Días después, al revisar
libretas, vi que había escrito el nombre del autor a manera de tarea.
Seguramente investigaría, o ya lo había investigado, quién era y qué había
escrito.
Les pedí que anotaran en su cuaderno una frase que sintetizaba a la
perfección, según yo, el contenido del texto. Una alumna levantó la mano para
preguntarme si una historia de su cotidianidad podría presentarse a través de
una obra de teatro. Le contesté que sí, pero que antes había que prepararse,
conocer las técnicas, los lenguajes y contar con una buena planeación. Terminé
mi respuesta y continué con la clase.
Más tarde, lo recuerdo bien, me encontré con Rosaura y sus amigas por los
pasillos. Mientras se acercaban hacia mí murmuraban y se lanzaban tímidos
codazos. Al fin Rosaura me extendió unas hojas de cuaderno y me pidió, con su
amabilidad característica, que leyera un relato que habían escrito y le diera
mi opinión sincera.
- - ¿A poco entre las cuatro lo escribieron? –
pregunté.
- - Sí. A ver qué le parece.
Lo leí. Era muy bueno. Se llamaba El
pueblo donde nadie sonreía, y trataba sobre un niño que aprendía el arte de
la alegría con un retirado músico y humorista que se hallaba en el pueblo,
porque deseaba hacer sonreír a sus papás, que, como todos los adultos, dejaban
de sonreír a medida que pasaban los años. Aprendió el oficio y enseñó a otros
niños, quienes, como él, también querían ver sonreír a sus padres.
- - ¿Leyó el texto, profe? ¿Qué le pareció? – me
preguntaron Rosaura y sus amigas al día siguiente.
- - Está muy bien logrado. El flujo narrativo es fabuloso,
los juegos espacio temporales también y la atmósfera te atrapa desde el primer
instante. Creo que aún pueden mejorar la eufonía. Luego vamos a ver estos temas
con mayor detalle.
- - Ah, pues muchas gracias, profe. Qué bueno que le
gustó.
Y en verdad me había gustado. Tuve la certeza, incluso, que el relato era
publicable, digno para ocupar un espacio en alguna antología de narrativa
joven. El final, sobre todo, me había fascinado, pues los niños organizaron y
montaron un espectáculo en que todas las artes expresivas tenían lugar y los
papás y las mamás cantaban y saltaban y gritaban de júbilo. Ese día fue
bautizado como el día de la alegría.
Les propuse a las alumnas que inscribiéramos su relato en el concurso de
zona escolar que estaba próximo y se negaron. Me dijeron que tenían otra idea.
Les respondí que respetaba su decisión, pero que lo pensaran bien, pues
fácilmente, con algunos pulimentos de rigor, podría ganar un concurso de zona y
hasta uno regional o estatal.
- - ¿Pueden imaginarse que un texto escrito por
ustedes gane un concurso estatal?
- - No, profe – me respondió una de ellas -. Lo que
nos gustaría es…
- - Y a veces los premios son muy buenos.
- - Puede ser, pero es que…
- - Recuerdo la vez que regalaron laptops muy modernas.
- - Es que nosotras…
- - Al cabo si requieren algún tipo de apoyo cuentan
conmigo, y estoy seguro que también con los directivos.
- - Cómo ve si mejor...
- - Piénsenlo, y si cambian de opinión me dicen. Nos
vemos más tarde en la clase. Recuerden que tenemos tarea.
- - Sí. Investigar qué partes conforman una obra de
teatro – respondieron en coro.
Los días posteriores transcurrieron de similar manera, con sordera y
monólogos de mi parte. Llegaba al salón de clases y tapizaba el pizarrón con
definiciones, conceptos y ejemplos diversos que daban muestra de mi dominio de
la materia, y por ello creía ser un buen maestro. Y seguía escuchando el
murmullo de las alumnas en torno a Rosaura. Y a ésta respondiéndoles "a mí
también se me hace muy raro, ya se tardó mucho".
Y un día les hice el anuncio: habría examen bimestral la semana entrante.
Tomaron la noticia con desagrado. Pero esto era más como una decepción cargada
de impotencia, un malestar que se reflejaba en sus ojos, en los rostros enfadados
y en las manos y en los brazos que batían el aire como cuando se quiere mandar
muy lejos a alguien. Vi que Rosaura fruncía su boca y echaba el cuerpo hacia
atrás en su asiento, como en busca de serenidad, luego a una compañera de al
lado le dijo "no, pues esto ya valió”, y con visible molestia lanzó su
pluma a la mochila.
Les exhorté a asumir su responsabilidad como educandos (en consejo
técnico los directivos y docentes nos habíamos planteado la meta de elevar los niveles
de aprovechamiento académico), y con malabarismos retóricos y elevando el
volumen de mi voz llamé a la calma. Empero, su actitud para conmigo se volvió
frígida, indiferente dentro y fuera del aula. Afuera, si acaso me saludaban,
era de manera escueta, por básica cortesía. Incluso me rehuían. Y en el salón de clases ni siquiera me
miraban, echaban su vista a otro lado.
Y otra vez mi discurso: que sería una prueba sencilla y les proporcionaría
una guía de estudio y hablaría con los directivos para que nos dieran más
tiempo en dar contestación, quizás dos o tres horas y hasta les permitiría
llevar alimentos y bebidas o contestar a libro abierto. Pero nada parecía
entusiasmarlos, o al menos aminorar su expresión de enojo.
Elaboré, aun así, el instrumento. Veinticinco reactivos. Preguntas de
opción múltiple, otras de respuesta abierta. Procuré que las lecturas incluidas
fueran digeribles y disfrutables, con alta musicalidad en sus palabras. Al
final, en la parte inferior de la hoja, les escribí una frase motivacional y
les invité a revisar con atención sus respuestas cuantas veces fuera necesario.
Como parte de una vieja tradición en la escuela, de una regla no escrita relacionada
con los exámenes, ningún maestro podría aplicar los suyos, sino que otro colega
era el encargado de hacerlo. Así, un docente de Matemáticas aplicaba los de Geografía
o de Física, y el de Física podía encargarse de los de Artes o Tecnología. De
esta manera se imprimía cierto sello de objetividad en los resultados.
El día del examen de Español, solo con el fin de disipar dudas e
inquietudes, pasé a visitar a los grupos que atendía. Cada uno me formuló dos o tres preguntas. Respondí. Me dirigí
al salón en que se hallaban Rosaura y sus compañeros y, al contrario de lo que
venía sucediendo, dijeron tener claridad respecto a lo que habrían de hacer y
con cuánto tiempo contaban para ello.
Me fui seguro, confiado en que alcanzarían, como era costumbre, según me
habían informado, los más elevados puntajes y el más alto nivel de
aprovechamiento académico en la escuela. Horas más tarde, no obstante, mientras
impartía clase a un grupo de primer grado, fui interrumpido por una prefecta.
- - Profesor, lo llaman en las oficinas de
dirección.
- - ¿Sabe para qué me requieren?
- - La verdad, no. Pero me dijeron que era urgente.
Vaya, yo aquí le cuido al grupo.
Y me encaminé hacia las oficinas de dirección. Al llegar, uno de los
directivos me entregó mis paquetes de exámenes.
- - Pasó algo muy extraño, profesor, y es necesario
que lo revise bien. El maestro que aplicó los exámenes al grupo de Rosaura me
dijo que algunos alumnos no contestaron. Dejaron su examen en blanco
- - ¡¿No lo contestaron?! – pregunté con azoro y
enojo.
- - Eso mismo acabo de decir. Tal como lo escucha:
no lo contestaron. Analice si fue porque no entendieron bien las instrucciones,
si no explicó bien los temas o si lo que usted pretendía evaluar no fue visto
en la clase. Revise bien y, de ser necesario, agendaremos otra fecha para la
aplicación.
- - Todos los temas fueron abordados en tiempo y
forma. Además, el examen fue elaborado a conciencia – respondí en tono
defensivo.
- - Está bien, está bien. Revise y lo platicamos el
lunes.
Era viernes. Faltaba poco para el término de la jornada. Yo ya tenía
pensado ocupar mi fin de semana en la revisión de exámenes y en la asignación
de calificaciones bimestrales. Sin
embargo, en mi mente tintineaba sin cesar lo que me había dicho el directivo en
su oficina: Que algunos alumnos habían dejado su examen en blanco, que no lo
habían contestado y así lo habían entregado. No dejaba de preguntarme, con
angustia, qué había hecho mal yo, qué me había faltado explicar.
Sin duda me habían calado las palabras del directivo, sobre todo aquellas
en que me pedía revisar si yo había explicado bien o había abordado los
contenidos de manera eficaz. Creo que todo maestro novel quiere pisar fuerte en
sus albores, quizás porque percibe la expectación que su llegada genera. Por
eso quiere destacar, innovar, ser significativo para los alumnos. Me acongojaba
no haberlo conseguido.
Más tarde, en mi casa, entre la quietud del silencio, tomé el paquete de exámenes
con el fin de revisarlos. Me alegré al descubrir que el directivo y el profesor
habían errado en su observación: Era falso que algunos alumnos no habían
contestado. En realidad, se trataba solo de una persona: Rosaura. Su examen había quedado arriba del
resto y, puesto que era una estudiante con aptitudes sobresalientes, mis
compañeros infirieron que, si ella no lo había respondido, otros compañeros
tampoco.
Sentí alivio, pero también quedé confundido. Más aún porque el nombre de
Rosaura aparecía escrito en la parte superior del examen, ella lo había
escrito, como haría quien va a responderlo. Entonces, ¿por qué lo había dejado
en blanco? Ya tendré oportunidad de preguntarle, pensé. Mientras tanto, tendría
que continuar con la revisión y asignar calificaciones finales.
A medida que avanzaba descubría con entusiasmo que los resultados eran
buenos, se cumplía con la meta institucional relacionada con el logro
académico. Pero me seguía consternando el caso de Rosaura. ¿Cómo alguien con
tanta capacidad no había podido responder un examen tan sencillo? Argüí que quizás se había sentido mal. Me
inquietaba, por otra parte, que el maestro aplicador no se hubiera percatado de
que no respondía como el resto de sus compañeros.
El sueño y el cansancio me vencían, sobre todo porque las respuestas a
preguntas abiertas implicaban suma concentración de mi parte. Por momentos
pensaba en suspender mi labor y continuar al día siguiente, pero decidí
continuar hasta el final. Recuerdo que me restaban como cinco exámenes cuando
me encontré, traspapelada, una hoja de cuaderno cuyo contenido, escrito a mano,
significó la ruptura, el antes y el después en mi carrera profesional. Comencé
a leer las primeras líneas y perdí el sueño por completo. Era una carta, que decía lo siguiente:
Profesor:
Nosotros, al igual que usted, nacimos
y crecimos en cuna humilde. Aunque nuestros padres, en mi caso mi abuela,
intentan darnos lo mejor, no siempre pueden. No siempre pueden llevarnos a
eventos, a teatros, a musicales o a presentaciones de libros. Ya ve, de hecho,
que aquí cerca ni casas de la cultura hay. A veces el dinero no alcanza más que
para lo indispensable. Ya sabe, comer vestir, venir a la escuela y en contadas
ocasiones para darnos un gustito personal. Los libros que me regala mi mamá
Lupe a ella se los dio la dueña de una casa rica en que trabajó. Si no,
¡olvídese que yo pudiera tener un libro de esos!
Usted ha leído muchos libros, a leguas
se ve. Pero, ¿por qué no aprende a leer, se lo digo con todo respeto, lo que a
sus alumnos les gusta, lo que a sus alumnos les interesa, lo que sus alumnos
sienten y quieren hacer? Todos en el grupo estábamos emocionadísimos porque
pensábamos que haríamos una obra de teatro, que actuaríamos en un recinto de
esos que usted conoce, o aquí en la escuela o en la plaza del pueblo. Ya ve que
nos contó, no sé si por presunción o para motivarnos, que usted conoce recintos
majestuosos de aquí y de otros lugares del país y que ha visto muchísimas obras
de teatro popular. Y cuando nos contaba nosotros soñábamos con poder actuar.
Hasta le sugerimos ideas y usted nunca nos escuchó, nos daba por nuestro lado y
seguía en lo suyo. ¿Por qué no se daba cuenta que anhelábamos actuar, que era
nuestro sueño, que era lo que más queríamos? ¿De veras no se daba cuenta?
Somos de tercer grado, estamos a nada
de salir. Lo más seguro es que yo ya no estudie, otros compañeros tampoco, no
hay con qué. Hubiera estado genial despedirnos como grupo con una obra de
teatro. Hubiera sido inolvidable. En el grupo nadie ha ido a una función de
teatro, se lo dijimos, ¿se acuerda? Y nadie ha actuado, eso menos. Pero ya ni
llorar es bueno, ya ni modo.
Nomás sí me gustaría recomendarle que
platique con sus futuros alumnos sobre sus sueños, sobre lo que les interesa en
la vida y sobre lo que saben y están haciendo. ¿Le confieso algo? Los chavos
sabemos hacer muchas cosas, no es cierto que somos puras hormonas desatadas y
relajo, esos son cuentos de adultos inseguros, arrogantes y ciegos. Sabemos
crear, sabemos inventar. ¿Por qué no nos permiten expresarnos de a de veras?
Sentimos, estamos vivos. Por eso le sugiero que escuche a sus alumnos, platique
con ellos y aprenda a leer lo que anhelan. Le juro que no se arrepentirá.
Muy
respetuosamente:
Rosaura…
Pd. Si me
quiere reprobar no hay problema. Se lo digo en serio. Es que me parecía
inconcebible responder un insignificante examen cuando todo estaba puesto en
charola de plata para hacer algo de mucha mayor importancia en nuestras vidas.
Fue la mejor manera que encontré para mostrar mi desacuerdo.
Al terminar de leer sentí los ojos aguados y una severa opresión en el
pecho. Rosaura me había dado una de las más grandes lecciones de mi vida y, sin
duda, la más grande cátedra sobre dignidad. Su carta fue un mazazo a mi
soberbia e insensatez. Platiqué luego con ella y me compartió muchas de sus
ideas en torno a la plena participación de los estudiantes.
De esa plática emanaron sendos procesos transformadores que hasta el día
de hoy hemos impulsado en diversos espacios, como los círculos de lectura con
estudiantes y sus familias, museos andantes, ferias del libro, diseño y
coordinación de eventos comunicativos, ferias gastronómicas, ferias de la
convivencia, diálogos con artistas, diálogos con activistas, producción y
difusión de textos escritos y audiovisuales, Pequeñas Acciones Trasformadoras, viernes
de cine, lecturas para llevar, entre tantos otros.
Años después, como parte de mi formación continua, quise aprender más
sobre la participación genuina de los estudiantes, el fortalecimiento de los
vínculos vitales, el aprendizaje situado y la evaluación y situaciones
auténticas; para ello, me acerqué a educadores ilustres y leí a escritores e
investigadores de alto kilataje intelectual que exaltaban el diálogo, la
horizontalidad y las potencialidades de los estudiantes.
Luego de numerosas horas de estudio y lectura, adopté una certeza que
llevo siempre conmigo: Rosaura, una muchachita de catorce años, de una bella
zona rural, es quien mejor me lo ha explicado.
Y gracias a ella recuperé la brújula.