martes, 2 de noviembre de 2021

La admiración por los nuestros


 

Me gustan los estudiantes
porque son la levadura
del pan que saldrá del horno
con toda su sabrosura

Violeta Parra, Que vivan los estudiantes


Como profesor, uno aprende bastante de sus estudiantes. A tal grado de que las nociones que de ellos tenemos, nuestras concepciones sobre el acto de enseñar y sobre la vida misma se refinan o modifican. Por mi parte, no me alcanzarían las líneas de este texto para señalar, así sea sucintamente, los cuantiosos aprendizajes y saberes que de ellos he obtenido.

Tal vez por ello, sin idealizar, el oficio docente sea uno de los más bellos que existen, pues no sólo nos da la oportunidad de crecer intelectualmente día a día, sino también de enriquecer nuestro espíritu a través de las interacciones que fraguamos con los alumnos, quienes avivan en nosotros la magia y la chispa de la creatividad y el entusiasmo, sofocada por la desesperanza y la rutina que nos impone este mundo enfermizamente competitivo.

Basta ver la manera en que nos contagian cuando, en algún festejo o evento cultural cantan, bailan, actúan, se expresan. Tal vez, en el fondo, renace en nosotros ese deseo – momentáneo a veces, es cierto – de hacer lo que nos gusta y reivindicar nuestro derecho a ser felices.

Paulo Freire e Ira Short, en un largo y profundo diálogo que tomó forma de libro, Miedo y osadía: La cotidianidad del docente que se arriesga a practicar una pedagogía transformadora, hablan de la huelga de obligaciones, para referirse a la negación del estudiante por trabajar (apatía, desinterés, le llamamos en estos contextos). Pero, ¿qué motiva una huelga? Pues el descontento, la inconformidad, la búsqueda de nuevas relaciones y condiciones de vida.

¿No será lo que en el fondo, a través de eso que nosotros llamamos apatía y desinterés por la enseñanza, los alumnos nos quieren decir que desean otro tipo de interacciones, otro tipo de relación con su docente y con el tema que es motivo de estudio?


A mí ese descubrimiento me llegó a través de una estudiante de secundaria de una zona rural, quien por medio de una breve carta me reprochó el hecho de que, al abordar un tema relacionado con el teatro, me hubiese enfocado en la parte teórica, a través de un método verbalista, en lugar de organizarles para montar una obra de teatro, lo cual les habría resultado más significativo y enriquecedor. “Cómo es posible que no haya notado que estábamos ansiosos por preparar una obra”, remataba su texto.

Y aprendí, aprendí a tomar en cuenta la voz del alumnado y a no encasillarme en los lugares comunes de “los alumnos no tienen valores”, “no quieren aprender”, etcétera.

Sin embargo, el descubrimiento más importante hasta ahora, no sólo en lo profesional, sino en la vida misma, lo adquirí de ellos, de mis estudiantes de secundaria. Resulta que, como una forma de conocer a los sujetos con quienes trabajaría, tomé por costumbre, durante mis albores como profesor, preguntarles a quiénes admiraban.

Aunque no faltaban quienes nombraban a los artistas o deportistas en boga, una contundente mayoría decía que admiraba hondamente a su padre, a su madre, a sus abuelos, tíos o hermanos. A mí esto, lo confieso, me causaba cierta gracia, la cual en ocasiones no ocultaba. ¿Cómo era posible sentir admiración por quienes ni siquiera habían salido del pueblo ni figuraban en ningún medio?

Decidí entonces pasar a otro pregunta: ¿Por qué los admiraban? Y las respuestas, aun hoy en día, me conmovieron sobremanera. Aparecía entonces algún humilde padre de familia que se privaba de darse alguna satisfacción personal para que a su hijo no le faltara la alimentación o el vestido; la madre que pasaba las noches en vela cuidando a su hija enferma; los abuelos que, ante la ausencia de sus hijos, asumían el rol de padres con sus nietos; el hermano mayor atento a las necesidades de sus hermanos pequeños o los tíos que por necesidad emigraron a otros lugares para, desde allá, hacerse cargo de la familia.

“Por eso los admiramos”, concluían. Ante mi silencio, solo les faltó decirme: ¿Le parece poco? Porque así hay argumentos, contundentes, que no precisan de tantas palabras ni circunloquios.

Y sí, en efecto, por eso son dignos de admiración. Nuestros padres, nuestros hermanos, nuestra gente, quienes están y han estado cerquita de nosotros. El verbo admirar lleva consigo el prefijo “ad”, que significa “cercanía”. Podemos comenzar, entonces, a mirar de cerca a quienes están junto a nosotros.


No por nada el gran Pablo Neruda escribió el portentoso poema Oda al hombre sencillo, o Jorge Manríquez las Coplas a la muerte de su padre. No por nada José Saramago, en su discurso para recibir el premio nobel de literatura se refirió con gran cariño a sus abuelos, quienes, sin saber leer ni escribir, le enseñaron más que ningún otro. No por nada Olga Orozco, en su profundo poema Si me puedes mirar, al referirse a una madre muerta (¿su propia madre?), escribe:

Búscame entonces tú en medio de este bosque alucinado
Donde cada crujido es tu lamento
Donde cada aleteo es un reclamo de exilio que no entiendo
Donde cada cristal de nieve es un fragmento de tu eternidad
Y cada resplandor, la lámpara que enciendes, para que no me pierda entre las galerías de este mundo

La madre, aun muerta, perdura, es guía y protectora en el sendero de su hija. Por eso, cómo no admirar a los nuestros, si son quienes nos han forjado. Cómo no apreciar a los estudiantes, si de ellos aprende uno cada día.

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