martes, 23 de noviembre de 2021

Un ser humano excepcional

 

Algunos fuegos, fuegos bobos, no alumbran ni queman;
pero otros arden la vida con tantas ganas que no se puede
mirarlos sin parpadear, y quien se acerca, se enciende.

Eduardo Galeano


Esta semana se cumplieron tres meses de la desaparición física del amigo, del maestro, Juan Francisco Rodríguez Aldape.

Cuando a mediados de noviembre me dijeron que estaba enfermo, de inmediato pensé: “saldrá de ésta, y platicaremos largo y tendido sobre su experiencia, como lo hemos hecho sobre tantos otros temas.”

Porque Aldape era un hombre de diálogo. Sabía escuchar, alentaba el pensamiento de sus interlocutores mediante preguntas genuinas, de buena entraña. Nunca le vi desatento a una conversación o indiferente ante una pregunta. Siento que para él no existía eso que algunos conocemos, arrogantemente, como “trivialidades”.

Más de una vez, al dialogar sobre cualquier tema, yo había tenido que revisar mi planteamiento cuando Aldape me preguntaba, de forma sencilla, ¿y tú por qué crees que fue de esa manera y no de otra?, o, cuando seguramente se daba cuenta de que yo estaba repitiendo lo que alguien más había dicho o escrito, ¿y tú qué piensas? Y continuábamos el diálogo.

A su interés genuino por dialogar con el otro, por alentar su opinión, por escucharle, se agregaba su aguda inteligencia. Siempre con un libro a la mano, era hombre de letras, de números, de ciencia, historia, pedagogía y didáctica y tantas otras disciplinas. Por él conocí a matemáticos, literatos, filósofos, muralistas, fotógrafos, cantantes, educadores y comunicadores populares y vi tantísimas películas y leí libros que me prestó o regaló y que luego, sin excepción, comentábamos en la casa de la Red Norte (en Gómez Palacio, Durango), durante algún desayuno o por teléfono.

No es fácil encontrarse con personas que, conociendo tanto sobre tanto, sean tan sencillas, tan serviciales, tan dispuestas a compartir, del mejor modo, su saber y tiempo con los demás. Que sean, en conclusión, tan humanas. Y Aldape era, ante todo, sobre todo, eso: un gran ser humano.

El 17 de noviembre del año 2020, después de la conmoción matutina que me causó la noticia sobre su muerte, entré a su perfil de Facebook y me encontré decenas de mensajes de sus estudiantes y amigos. Todos le agradecían por las enseñanzas compartidas, por los consejos brindados, por el apoyo recibido.




Si un mandamiento fundamental del cristianismo se relaciona directamente con el amor al prójimo, Aldape era entonces un cristiano auténtico, que se interesaba por los demás y predicaba con el ejemplo, que generaba e impulsaba procesos junto a otros, para la construcción de un mundo mejor, más justo, más solidario.

Vienen a mi memoria, a propósito de esto, tres experiencias inolvidables junto al profesor Aldape, que quiero compartir:

La primera tuvo lugar en la colonia Sacramento. Yo estudiaba, con poco más de veinte años de edad, en la Escuela Normal Superior de la Laguna CI, en donde él era catedrático, y había tenido una larga jornada de trabajo que se prolongó hasta muy tarde. Perdí la noción del tiempo y cayó la noche.

Era domingo. El último autobús del transporte público ya había pasado. Yo no tenía teléfono con que llamar a un familiar cercano, ni dinero para pagar un taxi y volver a mi casa, que está a kilómetros de Gómez Palacio. Nervioso, temeroso, deambulé por las calles de la colonia, ideando y descartando posibilidades.

De pronto me encontré con el profesor Aldape, que cerraba la casa de la Red Norte y alistaba su auto para retirarse a la ciudad de Saltillo, donde vivía. Se extrañó de que a esas horas aún estuviera en la colonia. Mi orgullo no me dejó contarle la verdad en un inicio, pero él se dio cuenta que algo andaba mal. Tuve entonces que explicarle y se ofreció a llevarme hasta mi pueblo.

Bastaba con el traslado a un lugar donde, con suerte, alcanzaría o adelantaría al último camión del transporte público. Se lo hice saber, y no sin resistencia– insistía en llevarme hasta mi domicilio –enfilamos hasta una parte en que al cabo de un par de minutos llegó el autobús. Subí, y el profesor Aldape se retiró sólo hasta que me vio hacerle la señal de despedida a través de la ventanilla.

Quien haya vivido la penuria económica y la desesperación que de ella emana sabe lo que este tipo de apoyos representa.

Antes de ese suceso sólo habíamos intercambiado algunas palabras, durante algún evento cultural en la escuela. Días después, al volverle a ver, quise pagarle la gasolina. Se negó. “Si está en nuestras manos apoyar a alguien que lo necesita, hay que hacerlo”, me dijo. Y me aceptó si acaso un frugal desayuno.

La segunda ocurrió después de un placentero y, al mismo tiempo, extenuante evento que inició por la mañana, muy temprano, y culminó hasta altas horas de la noche. Aldape y yo fuimos los encargados de cargar y descargar mobiliario y equipo de sonido en distintos lugares. Terminamos exhaustos.

Cenamos (fuimos a descansar, en realidad) en un pequeño restaurante que ofrecía platillos típicos mexicanos. Yo platicaba acerca de lo agotadora que había sido la jornada y sobre cómo aprovecharía el día siguiente para dormir bien y recobrar energías. No pensaba en nada más.                                  

De pronto alguien, entre los comensales, reconoció al profesor Aldape y se acercó a saludarle y a platicar con él. Se le veía angustiado, nervioso. Salió durante algunos minutos y regresó con una carpeta que contenía decenas de hojas con números, diagramas y figuras diversas. El profesor Aldape la recibió, ojeó con interés y la guardó. Acordaron estar en comunicación. Fuimos a dormir a la casa de la Red Norte. Ambos daríamos clase en la Normal Superior de la Laguna a las 9:30. Tendríamos tiempo suficiente para descansar.

Cerca de las cuatro de la mañana, sin embargo, sentí que alguien estaba en la sala y rebuscaba entre los estantes. Oí el crujir de la puerta al abrirse y pensé que un ladrón había llegado a robarnos y huía después de haber consumado su objetivo. Me levanté sobresaltado, caminé en puntillas hacia la sala y, al encender la luz, encontré al profesor Aldape, absorto en la carpeta y su contenido, escribiendo notas al margen y alumbrándose con una pequeña lámpara. Era él quien había abierto la puerta para que entrara el aire matinal y aminorara el calor del verano lagunero, era él quien buscaba marcatextos y lápices, entre los estantes, momentos atrás.

“Estoy revisando el proyecto matemático de un exalumno. Es para ingresar como profesor en una universidad. Entre más pronto atienda las observaciones, mejor. Así podrá hacer un muy buen trabajo.”

Más tarde, ese mismo día, me encontré al exalumno entre los pasillos de la Normal. Llevaba la carpeta bajo el brazo. Se le veía contento. “¿Listo?”, le pregunté a modo de saludo. “Listo. Ese maestro es un fuera de serie”.

Tercera experiencia. Antes de iniciar un juego de lotería con los habitantes de la colonia, alguien retó al profesor Aldape a un duelo de ajedrez. Aldape era un magnífico ajedrecista, y en poco más de diez minutos había finiquitado el encuentro. Volvió a ordenar sus piezas en el tablero y pidió a su oponente hacer lo mismo con las suyas. Luego le fue explicando, uno a uno, qué tipo de movimientos pudo haber hecho para no caer tan deprisa, qué tipo de estrategias pudo haber considerado. Jugaron dos o tres partidas más, y en cada una de ellas el profesor conversaba con su contrincante, lo alentaba al análisis y a la reflexión, vinculaba el juego de ajedrez con la realidad. Se formó un nutrido grupo de observadores. Algunos tomaban apuntes.

Tiempo después, le pedí al profesor Aldape que me enseñara a jugar ajedrez. “Claro que sí”, me respondió. “Y también te enseñaré a enseñar a jugar a otros. Si no, ¿de qué sirve saber ajedrez?”

Tengo más historias, más recuerdos con el profesor Aldape, resultado de más de diez años de amistad y compañerismo, y en cada una de ellas está presente no sólo su vasto saber, sino también su eterna disposición para ayudar a los demás, compartir y nunca juzgarse sin tiempo. Está presente su infinita ternura, su gran sencillez, y su coherencia entre lo que decía y lo que hacía.

Fue siempre, sigue siendo, un ser humano excepcional, cuya vida se celebra, se agradece y se recuerda hondamente.

(Texto escrito en febrero de 2021, tres meses después de la desaparición física del amigo y maestro Juan Francisco Rodríguez Aldape).

miércoles, 10 de noviembre de 2021

Un artículo para repensar el quehacer educativo

 

Un buen amigo mío, educador con décadas de experiencia, me acompañó hace tiempo a una importante celebración familiar. Por la tarde - noche algunos jóvenes inauguraron lo que sería una maratónica y variopinta jornada de baile: Cumbia, bachata, salsa, banda, norteña, etcétera.
Vimos a un muchacho que, sin despegarse del grupo que alegremente bailaba, tecleaba en su celular y no despegaba su vista de él.

- Lo que es el vicio - me dijo mi amigo. Ese chavo ni al bailar suelta su aparato.

Asentí. La adicción al celular era mayúscula.




Alguien que pasaba, y nos escuchó, se acercó y nos dijo, sin poder disimular su sonrisa:


- Están muy desactualizados, maestros. Ese chavo es el dj, es el que pone la música. ¿Ven esa bocina de allá? Pues está conectada, vía bluetooth, a su celular. ¿Sí? Desde Youtube manda las canciones. ¿Sabían eso?

Y pues no, no lo sabíamos. Con pena tuvimos que reconocer que, en efecto, estábamos desactualizados y habíamos emitido un juicio apresurado e injusto. Nos quedaba, en consecuencia, mucho por aprender en relación a la tecnología, sus usuarios, sus manejos y sus alcances.

Lo anterior viene a mi memoria a propósito del artículo "De las Tics a las Tacs: La importancia de crear contenidos educativos", donde la autora,  Mónica Moya López (2013), resalta la importancia que, para los docentes en este momento histórico, entraña la actualización respecto al potencial de las herramientas tecnológicas y los enfoques pedagógicos centrados en el alumno.  

No se trata, entonces, de lanzar juicios descalificadores en contra de las herramientas tecnológicas y de quienes las utilizan - lo que casi siempre se hace por prejuicios, miedo, ignorancia o conveniencia -, sino de saber aprovecharlas, en el mejor sentido, y ponerlas al servicio del aprendizaje en sus dimensiones conceptual, metodológica y actitudinal.




Así pues, cinco categorías fundamentales destacan, implícita y explícitamente, a lo largo del texto: Cooperación, plena participación, creatividad, acompañamiento y creación - transformación (metodologías activas). Éstas, en armonía con la sociedad del conocimiento, son caldo de cultivo para la generación de entornos de aprendizaje significativo.

Dos frases del artículo en mención lo sintetizan de manera contundente:

1. "...se hace indispensable el desarrollo de la competencia digital de los docentes, que a su vez fomentará el desarrollo de la competencia digital de los alumnos, garantizando una educación y un proceso de enseñanza-aprendizaje adaptado a la sociedad del siglo XXI."


2. "Ya no es tanto el acumular y gestionar información, sino que su importancia radica en que esa información se transforma en conocimiento, por lo que las tecnologías deben facilitar el acceso al conocimiento y a su aprendizaje".

Moya López, sensible, aguda, ha escrito un artículo de gran calado, que arroja pistas para repensar el quehacer educativo de cara a los desafíos del siglo XXI. Ojalá de su lectura broten acciones concretas
que impacten positivamente en nuestros ámbitos de intervención. De eso se trata.

viernes, 5 de noviembre de 2021

Una contestación singular



 

La palabra escuchar contiene las

mismas letras que la palabra silencio


Alfred Bendel, pianista y escritor austriaco


Todos nos hemos hallado en alguna conversación donde nuestro interlocutor monopoliza el uso de la palabra, no nos permite hablar o nos interrumpe de manera constante cuando lo hacemos. Incluso en los ámbitos profesionales, donde debiera existir por principio mayor formalidad en los intercambios orales, hay quienes incurren en toda clase de desatenciones y faltas de respeto hacia los demás. Decimos, sobre estas personas, que no saben escuchar.

En este sentido, es frecuente ver cómo en programas radiofónicos o televisivos, cuando asiste algún experto con el fin de analizar un tema en boga, el anfitrión no le permita siquiera culminar sus intervenciones o busque debatir en lugar de hacer silencio, escuchar y dialogar, lo cual sería, por supuesto, mucho más enriquecedor para el radioescucha o televidente. Se podrían citar múltiples ejemplos similares.

Por eso es muy valioso lo que escribió Carlos Núñez Hurtado, educador popular jalisciense, en el prólogo al libro Pedagogía de la esperanza, respecto al silencio en que se hallaba Paulo Freire durante una reunión. No participaba en las discusiones, no opinaba, no intervenía. Cuando alguien le preguntó por qué estaba tan callado, el respondió que se hallaba en un profundo silencio activo. ¿Silencio activo? Y explicó:

Cuando (…) estaba en Guinea haciendo un trabajo con los campesinos, en un taller cuyo tema era el de la salud, había un viejito que estaba siempre callado. No participaba en ninguna de las dinámicas que ponían los coordinadores en las mesas; estuvo en una esquina, completamente callado, sin participar, durante tres semanas. Pero un día, al final del taller, le pidieron que identificara una "palabra generadora". Y se para el viejito que nunca había hablado y dice: "Salud es liberación, porque la salud se asocia con la liberación del hombre", etc. Hizo entonces una larga y muy clara exposición analítica de todo lo que se había venido tratando durante esas semanas. Entonces todo el mundo le dice: "Oiga, pero usted no había hablado, pensábamos que era mudo; en todas las dinámicas no hizo ruido, no participaba para nada". Él contestó: "No, yo estaba en silencio, en un silencio activo".



El viejito y Freire, en su silencio activo, mostraron lo que los antiguos filósofos griegos enseñaban: que la escucha atenta no es solo un acto de cortesía, sino también una fuente inagotable de sabiduría. Pitágoras, por ejemplo, exhortaba a ejercitarse en el arte de escuchar para, después, poder hablar con inteligencia. Sócrates escuchaba para poder preguntar, y Zenón de Citio recordaba que la naturaleza, al dotarnos de dos oídos y sólo una boca, nos señalaba lo que tenía más valor. No cabe duda: La escucha atenta es una fuente de sabiduría. El silencio activo un acto que todos deberíamos ejercitar.

martes, 2 de noviembre de 2021

La admiración por los nuestros


 

Me gustan los estudiantes
porque son la levadura
del pan que saldrá del horno
con toda su sabrosura

Violeta Parra, Que vivan los estudiantes


Como profesor, uno aprende bastante de sus estudiantes. A tal grado de que las nociones que de ellos tenemos, nuestras concepciones sobre el acto de enseñar y sobre la vida misma se refinan o modifican. Por mi parte, no me alcanzarían las líneas de este texto para señalar, así sea sucintamente, los cuantiosos aprendizajes y saberes que de ellos he obtenido.

Tal vez por ello, sin idealizar, el oficio docente sea uno de los más bellos que existen, pues no sólo nos da la oportunidad de crecer intelectualmente día a día, sino también de enriquecer nuestro espíritu a través de las interacciones que fraguamos con los alumnos, quienes avivan en nosotros la magia y la chispa de la creatividad y el entusiasmo, sofocada por la desesperanza y la rutina que nos impone este mundo enfermizamente competitivo.

Basta ver la manera en que nos contagian cuando, en algún festejo o evento cultural cantan, bailan, actúan, se expresan. Tal vez, en el fondo, renace en nosotros ese deseo – momentáneo a veces, es cierto – de hacer lo que nos gusta y reivindicar nuestro derecho a ser felices.

Paulo Freire e Ira Short, en un largo y profundo diálogo que tomó forma de libro, Miedo y osadía: La cotidianidad del docente que se arriesga a practicar una pedagogía transformadora, hablan de la huelga de obligaciones, para referirse a la negación del estudiante por trabajar (apatía, desinterés, le llamamos en estos contextos). Pero, ¿qué motiva una huelga? Pues el descontento, la inconformidad, la búsqueda de nuevas relaciones y condiciones de vida.

¿No será lo que en el fondo, a través de eso que nosotros llamamos apatía y desinterés por la enseñanza, los alumnos nos quieren decir que desean otro tipo de interacciones, otro tipo de relación con su docente y con el tema que es motivo de estudio?


A mí ese descubrimiento me llegó a través de una estudiante de secundaria de una zona rural, quien por medio de una breve carta me reprochó el hecho de que, al abordar un tema relacionado con el teatro, me hubiese enfocado en la parte teórica, a través de un método verbalista, en lugar de organizarles para montar una obra de teatro, lo cual les habría resultado más significativo y enriquecedor. “Cómo es posible que no haya notado que estábamos ansiosos por preparar una obra”, remataba su texto.

Y aprendí, aprendí a tomar en cuenta la voz del alumnado y a no encasillarme en los lugares comunes de “los alumnos no tienen valores”, “no quieren aprender”, etcétera.

Sin embargo, el descubrimiento más importante hasta ahora, no sólo en lo profesional, sino en la vida misma, lo adquirí de ellos, de mis estudiantes de secundaria. Resulta que, como una forma de conocer a los sujetos con quienes trabajaría, tomé por costumbre, durante mis albores como profesor, preguntarles a quiénes admiraban.

Aunque no faltaban quienes nombraban a los artistas o deportistas en boga, una contundente mayoría decía que admiraba hondamente a su padre, a su madre, a sus abuelos, tíos o hermanos. A mí esto, lo confieso, me causaba cierta gracia, la cual en ocasiones no ocultaba. ¿Cómo era posible sentir admiración por quienes ni siquiera habían salido del pueblo ni figuraban en ningún medio?

Decidí entonces pasar a otro pregunta: ¿Por qué los admiraban? Y las respuestas, aun hoy en día, me conmovieron sobremanera. Aparecía entonces algún humilde padre de familia que se privaba de darse alguna satisfacción personal para que a su hijo no le faltara la alimentación o el vestido; la madre que pasaba las noches en vela cuidando a su hija enferma; los abuelos que, ante la ausencia de sus hijos, asumían el rol de padres con sus nietos; el hermano mayor atento a las necesidades de sus hermanos pequeños o los tíos que por necesidad emigraron a otros lugares para, desde allá, hacerse cargo de la familia.

“Por eso los admiramos”, concluían. Ante mi silencio, solo les faltó decirme: ¿Le parece poco? Porque así hay argumentos, contundentes, que no precisan de tantas palabras ni circunloquios.

Y sí, en efecto, por eso son dignos de admiración. Nuestros padres, nuestros hermanos, nuestra gente, quienes están y han estado cerquita de nosotros. El verbo admirar lleva consigo el prefijo “ad”, que significa “cercanía”. Podemos comenzar, entonces, a mirar de cerca a quienes están junto a nosotros.


No por nada el gran Pablo Neruda escribió el portentoso poema Oda al hombre sencillo, o Jorge Manríquez las Coplas a la muerte de su padre. No por nada José Saramago, en su discurso para recibir el premio nobel de literatura se refirió con gran cariño a sus abuelos, quienes, sin saber leer ni escribir, le enseñaron más que ningún otro. No por nada Olga Orozco, en su profundo poema Si me puedes mirar, al referirse a una madre muerta (¿su propia madre?), escribe:

Búscame entonces tú en medio de este bosque alucinado
Donde cada crujido es tu lamento
Donde cada aleteo es un reclamo de exilio que no entiendo
Donde cada cristal de nieve es un fragmento de tu eternidad
Y cada resplandor, la lámpara que enciendes, para que no me pierda entre las galerías de este mundo

La madre, aun muerta, perdura, es guía y protectora en el sendero de su hija. Por eso, cómo no admirar a los nuestros, si son quienes nos han forjado. Cómo no apreciar a los estudiantes, si de ellos aprende uno cada día.

Año nuevo

Qué aprendimos en el año